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Mostrando entradas de 2017

Algo en el tintero

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Los días pasan en la unidad de Cuidados Paliativos y, aunque la decoración navideña que con esmero habíamos colgado por cada rincón  hacía más cálidos los pasillos del hospital, todo parecía indicar que hoy sería una tarde más. Pero no, para nada lo sería. Sentado en el ordenador del estar de Enfermería el sonido de las teclas se mezclaban con las risas de mis compañeras que, entusiasmadas, conversaban acerca de sus planes para los días de vacaciones que estaban por llegar. Una silueta llamó mi atención por el rabillo del ojo. Me giré y vi a en el umbral de la puerta a una mujer de mediana edad. Llevaba el pelo corto y las gafas de sol puestas, a pesar de que el día estaba nublado y nos encontrábamos en el interior de un edificio. Tardé sólo tres segundos en reconocerla: hacía dos meses que no la veía. — Venía todo el camino pensando: "ojalá esté"  — soltó con sus primeras palabras. —¿María?  —respondí. Tres meses atrás, quizá a esa misma hora, entraba en la habita

La muerte en un café

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Que sí, que vale, que ya estoy aquí de vuelta. Tardo, pero siempre vuelvo. Y es que bien merece una reflexión la tertulia-café que tuvo lugar el pasado 23 de marzo en Madrid. Bueno, digo Madrid porque es a la que asistí yo, pero se celebró en 23 ciudades diferentes. El llamado Death Café , una charla en torno a café y bizcochito rico (porque si no te has muerto todavía, qué mejor forma de celebrarlo que aprovechar para zamparte tu buena ración de dulce) para hablar sin tapujos ni tabúes acerca de la muerte. Simple y llanamente. Nada de grupos de terapia ni autoayuda. Hablemos de la muerte, de lo que piensas, de cómo te gustaría morir y de cómo ves que se opina de este tema a tu alrededor. De lo que te apetezca, vamos. Y es que sí; si te pones a indagar acerca de lo que piensa la gente de una charla así, descubres cómo, ojipláticos, la mayoría te replica que "qué necesidad hay", que "aún falta mucho", te ponen los ojos en blanco o dicen aquello de "b

A mí me da miedo volar

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Odio volar. De verdad, le tengo pánico. Es algo que sorprende a aquéllos a los que se lo revelo, ya que quien me conoce sabe bien que soy un apasionado de los viajes y que siempre estoy saltando de país en país. Es que eso de que un mostrenco de metal vuele a once mil metros de altura sin caerse... Oye, pues me da miedo y respeto, qué quieres que te diga. Así que cada vez que me dicen que tengo que ir a un aeropuerto para coger un avión y poder disfrutar de mi nuevo destino, me pongo a temblar. Entro en ese lugar lleno de gente que va de aquí para allá: unos se encargan de facturarte las maletas, cogerte los datos y decirte lo que puedes y lo que no puedes hacer. Otros te dicen lo que no puedes llevar encima, a pesar de que te encanta o supone algo importante para ti. Ahora vas hacia tu puerta de embarque. Y esperas... esperas... Mientras tu miedo te dibuja en la mente todo aquello que puede pasarle al avión mientras estás tú ahí dentro metido. Y finalmente accedes a la nave, despe